Mala memoria

Vivía un matrimonio, la mitad más calurosa del año, en una sencilla y espaciosa casa en las afueras de la ciudad. Después de trabajar, regresan a casa a horas distintas y se esperan, como es su deseo, para comer juntos; conversar sobre esto y aquello; ver las noticias ora del corazón, ora del mundo o, simplemente, por la compañía, que aún les dura y les agrada. Se entendían y compartían como así suelen los buenos amigos. Lejos quedaron las discusiones, los llantos, las amenazas de divorcio. Ha sido largo el recorrido para conocerse y compartirse, con renuncias dolorosas y soledades mal entendidas. Pero, a pesar de todo, ganaron una a una todas las batallas. Por ese entonces, solía llegar primero a casa el marido, que no se entretenía en la ciudad, con la idea de adelantar tareas, o darse un chapuzón. Más tarde, tras una involuntaria precisión coge las llaves y abre la puerta al ver, a través de la ventana, que llega su mujer. Una vez se encuentran, se besan y preguntan cómo ha ido el día, después se dirige ella al maletero y saca unas macetas con unas pequeñas, y luminosas, flores que deja sobre una mesa. Su marido recogió, mientras tanto, bolsas con alimentos, botellas de agua y un saco de mantillo. A esa hora hace demasiado calor y entran juntos a casa, ya es hora de comer. Al terminar, y antes de adormecerse, sale ella de nuevo atrás y su marido, más perezoso, tarde un poquito más en decidirse por poner algo de orden en la cocina. Le llama, su mujer, y sale algo asustado. Ocurre que no se decide por qué lugar ni si dejarlas en maceta o plantarlas en algún lugar resguardado de tan inclemente sol, aunque a la vista. Siente, su marido, curiosidad y ganas de individualizar cada una de las plantas y le pregunta qué son. ¿Ya te olvidaste?, le dice sonriendo a su marido, estas de aquí, petunias; aquel otro de allí, jazmín; y esta morada y olorosa, lavanda. Él intenta retener de cada flor, su nombre, siempre que salen buscando un lugar donde plantarlas.

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