Pensaba, muy lejos de su escritorio y en el único y pequeño balcón donde, mirando con frecuencia a un cielo tantas veces, aquel año, cargado de humedad, como enfrentado a un sol que le niega o que le impide que asome, que alumbre con algo de luz al mundo, pensaba, apreciando aquellas tonalidades grises, se lamentaba de lo que ya le era una certeza, una seguridad considerar a su escritura de patética. Pensaba, y no otra cosa, que era cierto, que era incapaz de pertrechar, así se oía en su cabeza, incapaz de, ¿de qué?, de no sabía qué cosa a la que daba vueltas, pero qué, no daba con ello, no daba con la imagen, con el verbo, con cuanto deseaba describir reduciéndose a lo mismo, pues ya solo era un fracaso, un fraude, no le quedaba nada dentro o al menos es lo que sentía.
Pero insistía y, bueno, puedo hacerlo, se decía, y se engañaba tal vez o, tal vez es lo que deseaba, ¿puedo escribir algo que merezca la pena, que me deje satisfecho, que convenza?, no por cierto, y siendo honesto, porque creía conocer el talento, la excelencia, el buen hacer, pero de ahí a ser capaz de, no, capaz ya de nada, ya no, de alcanzar nada, imposible, ya no llegaba. Carecía de imaginación, de creatividad, de ambición. Sentarse todas las tardes a la mesa para ponerse a escribir después de levantarse agotado porque por las noches ya no hay luz que le ilumine, ni descanso, ni horas que le rehabiliten, levantarse casi al mediodía, regresando aún no sabía por qué, ni cómo, a otro nuevo comienzo, una rutina como es la suya, esa que se impuso sin la fuerza, carácter, voluntad que necesitaba y que sin ella acababa, casi siempre, al borde de un ataque porque una tiránica exigencia no le permite encontrar el modo de finalizar un texto, sin apenas tiempo ya para su entrega. No le quedaban fuerzas, ningún resto ¿Qué hacer, entonces?, se decía una y otra, y otra vez, ya solo queda renunciar y sé que lo voy a sentir, sí, pero he de acabar definitivamente, es necesario y aún estoy a tiempo, seguía pensando casi en voz alta sentado hacia la mitad y el centro de una gran escalinata, espacio que encontró vacío, soleado y apetecido para un momento de meditación y descanso. No dejaba de repetirse que deseaba un cambio, quería acabar con tanto vano esfuerzo y, por qué no decirlo, tanto tedio, se decía algo sorprendido por la honesta confesión que nunca, cualquiera que le conociese, le hubiera oído pronunciar de sus labios no hace, aún, o sí, demasiado tiempo.
Y demasiada gente, creyó, iba y venía ahora, fluctuaba igual que las mareas, que los valores de la bolsa, pensó esbozando una sonrisa cuando le distrajo de sus pensamientos una voz que no entendió, la voz de una mujer gesticulante, inquisitiva casi, mirando en esa dirección en la que se encontraba él, sentado, algo inquieto y en sus cosas, y de la que ya no fue posible, no supo o no pudo, ni consiguió quitarse ni un instante de observarla con todo el disimulo, eso sí, de que fue capaz, llamando a otra persona de un grupo sin soltarse del brazo de su acompañante, otra mujer de más edad con la evidente intención de alejarse de la escalinata o regresar quién sabe a qué lugar, dando a la vez una impresión de hartazgo o de impaciencia. En el ejercicio de sus fuerzas ganó la madurez y se alejaron, tal vez debiera regresar a casa él también, se decía, y antes de ponerse en pie buscó en su bolso su cuaderno de tapas negras y un bolígrafo para anotar aquellas frases que pensara antes de la distracción que fue con la mujer. Solo pudo anotar la fecha y una forzada frase mirando de hito en hito como alcanzaba en poco tiempo, el cielo, aquellos tonos grises. Lo había olvidado todo.