Llega la hora de salir de viaje. Espero el coche, que nos recogerá dentro de poco, con una novela abierta sobre mis rodillas y mi atención en otra parte. No soporto que me esperen, ni hacer esperar a nadie y siempre, unos minutos antes de la hora acordada, busco algo que tener en las manos y me sirva de alivio a la tensión que me produce la espera, que a veces es mayor de lo tolerable por mis nervios, como un bolígrafo que no paro de mover entre mis dedos, un libro que consulto a veces, el mando del televisor que, compulsivamente, enciendo y apago hasta calmarme, y me siento en un sofá. Me gusta viajar, a pesar de todo. Quizá sea tan solo un cambio de estado, ritmo, lugar, otra cosa quizá, o lo que deseo vivir, y luego es una decepción, o esperar algo, siempre, casi como si fuera mi estado habitual como lo es el no acostumbrarme a esa subsiguiente decepción.
Corre algo de aire que atenúa el calor propio de agosto al mediodía, que no soporto, soy más del otoño o del invierno.
Hace tiempo que perdí el gusto por la conducción y casi prefiero el transporte público o que me lleven y poder imaginar, mientras contemplo un paisaje que deseo, a veces, detenido, y recrearme en ello, pero las prisas, las ganas de conversar que no puedes obviar o que te pidan que conduzcas, lo dificultan o impiden. Escucho el timbre de mi puerta y salimos, el coche nos espera.
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