Camina hasta un café donde podía pedirlo para llevar. Le gusta solo, dulce y pide dos vasos. Mientras le paga al camarero le pregunta desde cuándo lleva ahí sentada. Habitualmente, bien lo sabe usted, suelen llegar al mismo tiempo, le responde el camarero, pero hoy lleva más de una hora ahí sentada sin siquiera haberme saludado.
Todos los días, durante su tiempo de descanso, necesitaba caminar y recorría el paseo marítimo; todos los días el mismo necesario e invariable trayecto de ida, y de vuelta; todos los días era regresar con la sensación de haber pasado algo por alto hasta que un día, antes de haber llegado al ecuador de su trayecto se sienta en un banco de madera y se abstrae en sus pensamientos, tanto, que no se percataba de la presencia de alguien que, como él, llegaba y tomaba asiento en el mismo banco de madera frente a un mar en calma donde, ajenos ambos, fueron rumor y suave oleaje hasta su hora de regreso, momento, entonces, de extrañeza y de vergüenza al encontrarse sus miradas. Se sonrieron, azorados, y desanduvieron sus caminos con precipitación y torpeza. Él, confuso, con fastidio, creyó que en adelante debería elegir mejor otros recorridos e imaginaba trayectos con parada e igual vista, a poder ser, mientras llegaba a su trabajo. Pero le sucedió que la costumbre o la necesidad, o tal vez el olvido, le llevaba de nuevo por aquel paseo marítimo que recorría hasta alcanzar el banco de madera aceptando ser el intruso de aquella desconocida intrusa; volverse a mirar a los ojos, saludarse escuetamente, sentarse ambos, callar y abstraerse, ahora acompañados, hasta su obligado regreso. Sucedieron así días, semanas y meses, muchos meses de volverse a encontrar permitiendo conocerse, o necesitando darse poco a poco y siempre con prudencia. Sin ponerse de acuerdo sobre quién decidió, por vez primera, pedir cafés para llevar lo celebraron ambos, porque sabían que andaban cerca de tenerlo casi todo. Jamás faltaban a su encuentro, aunque fuera breve, mientras no hubiera impedimento o fines de semana o alguna fiesta; eso les bastaba. No sentían esa necesidad de verse en otra parte, a cualquier otra hora, ni llamarse, aún no; y así fueron, con el tiempo, conociéndose.
Con los cafés en la mano se acerca al banco de madera sentándose, y sin decir una palabra, en el lado que ha ocupado tantas veces. Deja los vasos sobre el banco. Mira al frente, al mar, al cielo, al horizonte; frunce el ceño, tose, gira su rostro hacia ella y la ve llorar. Quiere preguntarle, pero ve alzar su mano y guarda silencio, de nada sirve insistir cuando se aleja, quién sabe si para siempre. Mira de nuevo al mar, callado y solo.

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