Una o dos veces por semana dos cafés, uno solo, otro con leche, les daba a dos personas un momento para, después de meses coincidiendo, saludarse y cruzar unas palabras. En muy raras ocasiones, y por poco tiempo, quedan a solas en aquel lugar donde acontece otro diálogo discreto, callado, tenso, a un ajeno y suspicaz observador de sus miradas. O eso es lo que al menos le pasaba a él, otrora tímido y esquivo que deseaba, a pesar de todo, volver a verla al día siguiente y escuchar su voz mirándole a los ojos y llenarse tanto con tan poco. Quien no le conociese le diría enamorado, e incierto, le respondería él si en algo le afectase y, para ella, respeto.

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