Se encontraban casi todos los días y siempre a la misma hora. No lo decían, pero quedar en cualquier otro momento del día no les era posible, o no querían. Sus vidas, sus trabajos y la alteración o falta de todo ello les concedía, no siempre, un tiempo en el que no era solo hablar, sino también algo de comprensión, complicidad y desahogo porque vivían, se decían, con la tranquilidad amenazada. Los temas eran los mismos, y las reflexiones, las broncas, lo que dijeron cambiar o hacer a partir de tal o cual momento o situación, y se olvidaron. El trabajo, llevadero, cuando tenían; las relaciones en casa, muy de puntillas; el resto de sus vidas olvidadas, o imposibles de vivir por, muchas veces, su propia decisión. Uno de ellos, de buen carácter, era llegar y saludar esperando ser bien recibido; el otro, según el día, callado o hablador. Las circunstancias de uno de ellos le impiden que se vuelvan a encontrar durante los próximos dos meses; tampoco se llaman, ni se escriben, inmersos cada uno en lo suyo, sea aquello lo que diga cada uno que es y entienda el otro. La víspera al encuentro escribe el fugado, preso o apartado del mundo, que volverán a encontrarse. Y se encuentran, al día siguiente, como si se hubiesen despedido ayer. Durante todo ese largo silencio dicen vivir el mismo día, salvando algún matiz llegado de la mano del que se perdió sesenta días, que dijo ser más, un requerido apartamiento, que verdadera soledad. Hete aquí el asunto que consume al otro, incapaz, aseguraba, pero deseoso, de añadirle algunos grados soportables de ese estado a sus días difíciles. La soledad, se decía, la soledad. Y se centraban en sí mismos y en recuperar o retomar lo que lo vuelve todo más sencillo, equilibrado, soportable, la propia vida, aquello que conocen y se encuentra en una íntima parcela que cerramos una vez porque son nuestras y difíciles de compartir, y hablan, vuelven a hablar y, sobre todo, a encontrarse casi todos los días y a la misma hora.

Deja una respuesta