Se sobresaltó, al oír el timbre del teléfono esa mañana, cuando podía leer, y callar al mundo. Contesta, asiente y mira el reloj, en diez minutos llamará a la puerta. Deja su lectura, busca lo que reclaman y espera. Espera y ya son cinco los que pasan, cinco, los que se suman a esos diez, se dice sin molestarse. Debe ser por el tráfico, habrá mucho a esta hora. Se sienta a la mesa sin apartar la vista de la ventana por donde puede ver llegar su coche. No se distrae. Escucha el tic tac del reloj. Mira hacia su izquierda, cuenta siete minutos y cierta tensión en su cuello. Bromea. Mala postura que corrige, cansándose en seguida y se pone en pie, camina y decide que mejor espera fuera. Justo en ese entonces llega y para, en la misma puerta, quien llamó hace casi media hora, con un coche gris. Baja, se disculpa y acerca a la entrada. Sin magnetismo se atraen justo en la puerta. Y aquí un abrazo, una conversación, un puedes entrar, un me queda mucho viaje aún, todo buenos deseos e intenciones, justificaciones y excusas, y miedo, mucho miedo. Se entrega y recoge, todo en uno, aquello reclamado y se separan como si les fuera a estallar un artefacto. Y a cierta distancia, desde la puerta de la casa, en un extremo, y desde esa otra del coche, en el otro, se dicen adiós como aceptando que al volverse a ver…

Deja una respuesta