Solía llegar al parque y caminar durante un rato. Respiraba hondo, congraciándose con la naturaleza, iniciando un paseo que se prolongaba tanto como ocupado fuese aquel su banco preferido, lugar electo donde asentar los reales el tiempo adecuado donde consumir tranquilidad, tibieza vespertina y algún aroma gratamente evocador. Llegó, al fin, al recién abandonado banco, no sin cierta fatiga, y toma posesión. Suspira, se deleita y se acomoda hasta que ahíto busca en el fondo de su bolso, donde a veces dice que se pierde, guarda o huye de este mundo, un grueso tomo que comienza por tercera vez, y por olvido. Lectura que no entiende y que abandona porque no sabe qué, ni logra recordar quién; y porque ve que la buena literatura, lo emocionante, la distracción por otras cosas campa a sus anchas a su alrededor. Por eso deja sobre el banco aquel voluminoso libro aguzando sus sentidos para distinguir el canto de una u otra ave; o ejercitar su pituitaria y reconocer qué flor exhibe tan subyugador aroma; o regalarse la vista con aquella otra flor que ofrece un rostro joven. No le podía pedir más a la vida. El día era perfecto, fascinante, lleno de bondades, hipnótico, …y ¡repugnante!, dice a voz en cuello, transfigurado su rostro en una horrible mueca, porque ha querido, la naturaleza aviar, no excluirle de sus necesidades. Mira tal condecoración que limpia y dejará mácula y se levanta, el infeliz, con todo cuanto vino, marchando descompuesto hacia su casa.

Deja una respuesta