Un viejo bar

No funcionaba así, y lo sabía. Reunirlos en su casa suponía una provocación, le avisaron; era una decisión errada que jamás debió tomar sin sopesar los riesgos. Pero no escuchó porque creyó que era el momento, que no quedaba tiempo.

Y llegaron todos, los del equipo y aquellos otros, los enlaces, ocupados de esos incómodos, molestos flecos que nadie quería, por falta de tiempo, ganas o escrúpulos, cortar. Se saludaron. Nadie perdía de vista a nadie mientras se preguntaban ¿por qué les convocaron? Solo murmullos, violentos gestos y advertencias. El dueño de la casa, Tomás, mandó callar y mostró sus cartas. Todos enmudecieron. Tal vez por miedo, culpa o lealtad, uno de aquellos hombres se atrevió a lanzar un órdago. Empezaron las disputas, las acusaciones, las amenazas. Tomás dio un paso atrás según subía el calor y la violencia, estaba hecho. Se sentía agotado, vencido, se retiró en silencio. ¿Y si hubiera hecho caso y evitado aquello? No era posible, se dijo. No haberlos congregado allí y salir, salir de casa, buscar la solución tomando el aire o unas copas, lejos, muy lejos de su alcance, no, no era una opción. Prefirió esperar y apartarse, de momento, de aquellos grupúsculos infames hasta acabar su juego, poder mostrar su mano y terminar al fin con todo. Mientras aún estaba a salvo, protegido. Quería descansar sus ojos y los cerró un momento. Intentaba imaginar, pero lo impidieron unas voces, gritos, y un violento estrépito seguido de un absoluto silencio que le obligó regresar allí, donde no quedaba nadie. Corrió hasta la puerta, que dejaron abierta, y tomó una dirección creyendo perseguir una respuesta. No había nada que temer, se decía, nada aún, ¡joder!, se lamentaba.

Anduvo horas y horas cansado de recorrer calles y avenidas, de cruzar parques y puentes, preguntándose ¿por qué no ha visto aún a nadie por las calles?, ¿por qué ya no es de día? Agotado, aturdido, se sienta un momento hasta recuperar el aliento y volver a caminar pensando qué ha sucedido hoy, atento a su alrededor donde solo oye sus pasos, no hay viento, no circulan coches, ni se ha cruzado con ningún noctámbulo. A lo lejos, la tenue luz de un luminoso. Allí se dirige no sabe si aliviado o por curiosidad, necesidad u orientación transversal, como les pasa a las polillas. Sonríe nervioso por esa estupidez y porque, no estando para bromas, le surgen esas inoportunas ocurrencias. Cree que una copa le vendría bien. Llega agotado hasta lo que resulta ser un viejo bar de barrio. Entra y pide, sentándose en un taburete de la barra, algo que le entone. Tras un primer trago mira a su alrededor y se sorprende al comprobar que, no siendo demasiado tarde, están el camarero, un tipo al que no vio al llegar sentado al comienzo de la barra, y él. El bar era alargado, estrecho, angosto como para llenar las cinco mesas colocadas a la izquierda de un pasillo frontero a una vieja barra de madera. Pidió otra copa atendiendo más a los detalles de aquel bar y al tipo sentado cerca de la puerta que no para de murmurar, ni de moverse. Tomás no alcanza a entender una palabra. Hubo un momento en el que el camarero se acercó al individuo aquel que se asusta y grita lo que murmuraba. Retroceden, y a punto de caer, el camarero y Tomás, que llega a ver su cara y reconoce, sí, creó saber quién eres, se dice inquieto. Cuando se calmó le oyeron decir ¡hoy he matado!, ¡hoy he matado!, una y otra y otra vez. ¿Se encuentra bien?, le pregunta Tomás y aquel repite alzando más la voz como para acallar aquellas otras voces que preguntan ¿oiga?, insiste Tomás que se acerca y quiere tocar su hombro, calmarle, pero se gira, mira a Tomás y grita, aquel hombre, con el rostro descompuesto ¡Tú no!, ¡TÚ NO!, cae cerca de la entrada y sale, enloquecido, de aquel bar dejándole a Tomás paralizado. El camarero le ofrece otra copa y le dice, ¡Bienvenido!

Photo by Michael Foster on Pexels.com
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