Dieron las dos cuando llegó su relevo. Hablaron dos minutos. No debía entretenerse más, dijo, y se despide, necesitaba descansar. Pero aún debía llegar a casa, prepararse la comida y todo eso que viene después y que no piensa, para qué, hasta acabar en el sillón cubriéndose con una vieja manta que guarda del frío y que agradece. Y duerme un rato. Y al despertarse, aún de día, se despereza y llega a la cocina, cree que un buen café, ahora, no afectará su sueño y huele y sorbe su café caliente, abre su portátil, el correo, el buscador, el chat ¿y ahora qué? No piensa aburrirse porque no es una persona aburrida. Coge un libro y lee; después escribe en un cuaderno negro; merienda algo más tarde, y cerca de las diez decide ir a ducharse; siempre una ducha antes de acostarse, siempre, aunque no de inmediato aquello de acostarse. Como hace frío cierra la puerta, como siempre, y abre el grifo de la ducha hasta sentir el agua muy caliente. A punto de acabar apenas si distingue nada por tanto vapor. Ya solo queda rematar, salir del baño, vestirse y decidir cómo acabar el día, pero tenía que abrir la puerta, que miraba con curiosidad. Solía preguntarse, aunque supiera lo que iba a encontrar al otro lado, quién, si abriese la puerta ahora, me encontraría parado al otro lado. Nadie habría, por supuesto, y lo sabía, pero era como aquel gato, el de la caja, que nadie sabe si al abrirla estaría vivo o muerto. Se sentía como aquel gato al que, aún vivo, liberarían. Fantaseaba una y otra noche con esa persona que más le podría perturbar en el momento que abriera la puerta y dejase salir todo ese vapor, aunque también sufría terrores pasajeros al imaginar, porque por el silencio absoluto y prolongado debía abrir aquella puerta blanca de inmediato y comprobar que no había nadie más, ni nada que temer.

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