Bebió tres chatos, a él no le pusieron copa, de un Mezquino tinto con unas carnes flojas y escasa guarnición. Permaneció callado y atento mientras servían los platos. Esperó no ser de los primeros en atacar la carne, evitando esa impresión glotona o ansiosa a quienes no le importaban un ardite, cosa muy cierta, sin embargo, la de comer con tal desorden y agitación. Después de unos bocados y unos sorbos un tanto apresurados se relaja, sonríe y retrepa en su silla. Mira con cierto brillo a su alrededor. Desanudando su lengua con torpeza, comienza a bromear. En su mesa, sus vecinos le observan atentos, sorprendidos y alguno un poco cómplice. Pero el, al principio, callado y atento comensal no pierde la atención y escucha ojo avizor, aunque con una lucidez no en exceso menguada, una conversación en la que no duda en intervenir sin olvidar su diversión. Escucha unas palabras que dice ser equivocadas y corrige sin que le pidieran su esforzada e inútil opinión. Opta por claudicar porque se siente felizmente derrotado ante un no lo entiendes o un gesto repetido de fastidio. Vuelve a sus bromas, su plato y su Mezquino.

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