Leyó unas páginas de uno de sus libros amontonados en un extremo de la mesa hasta sentir lo que esperaba como una necesidad de decir algo, de añadir de sí una palabra o una imagen o, también, una sensación que le rondaba. Comenzó a escribir en un folio con orden, cuidado y acostumbrada precaución de no olvidarse del momento anotando, en esa esquina superior izquierda preferida, la fecha, lo primero, y unas frases después hasta frenar en seco. Ya no podía seguir. Era un folio, un simple, valioso, necesario folio, una inmaculada superficie hollada con un garabato suyo, un menosprecio abandonado más tarde en una caja de cartón con otros muchos folios mancillados, engullidos, olvidados. Debía escribir en su cuaderno, mucho más importante, valioso y, sobre todo, presente. Apartó aquel folio pensando en él más adelante como un apoyo, tal vez, o ya vería de qué otro modo, buscando al mismo tiempo su cuaderno negro en el extremo de la mesa donde el montón de libros abandonados que encuentra, abre y anota, sin pensar, al comienzo de una línea, la fecha y escribe de nuevo y sin parar porque un relato se adelanta a esa necesidad suya de decir algo o de añadir de sí una palabra o una imagen o una, quién sabe qué o cuál sensación que le rondara, aunque con el mismo cierto orden y cuidado y precaución contra el olvido. Enfebrecido, siente de la mano al tiempo y su escritura. Cayó la voz en su cabeza y el sonido del reloj, paró de un modo abrupto, doloroso. Leyó su texto sin llegar al fin. Volvió a leerlo, aterrado. Ante sus ojos palabras o garabatos sin sentido, sin orden, merecedor de una muy dura enmienda o destrucción que, sin embargo, sería incapaz a su cuaderno negro. Creyó que era un obstáculo, el abismo, sus miedos. No pudo continuar y suspiró pensando en su relato.

Deja una respuesta