Llegan la Navidad y los planes y compromisos y quién sabe si las discusiones familiares y los imprevistos. Son muchos años ya y uno se prepara para cualquier eventualidad, o casi cualquiera. No me esperaba, aunque supiese lo suficiente, que me invitase a cenar a un restaurante del centro del que tanto le había hablado unos días antes de que comenzasen estas fechas, tan entrañables para mí. Nos sentamos en la mesa reservada y eligió por mí qué comer, no me dijo por quién fue aconsejada, y qué beber, logrando sorprenderme y someterme para lo que vino después. Cogiendo mi mano me hizo saber algo que yo ya conocía: Deseaba pasar las Navidades en la playa. La idea, le dije, es excelente, una manera distinta de disfrutarlas (no ignoraba que yo siempre deseé vivirlas entre blancas montañas). Continuó diciéndome que ya tenía la reserva hecha, pero, se contuvo un momento observándome, no he logrado conseguir alojamiento para los dos. Aquí no pude contenerme y le retiré mi mano. No sabía si deseaba alejarse de mí, realmente. Cuando me rehíce, asentí, aprobé y celebramos como bien pudimos o supimos las próximas fechas que pasaríamos separados hasta después de Año Nuevo. Terminamos despidiéndonos, horas después, en la terminal del aeropuerto, con besos, buenos deseos, pendiente de la hora de salida, cuando me quedara solo, del vuelo que me llevase a los Alpes Suizos.

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