Se despierta, Luis, muy cómodo en su cama, muy descansado, pero no se levanta porque todo sigue a oscuras. Vuelve a cerrar los ojos. Quiere rememorar el día de ayer, lo cotidiano del día y lo extraordinario; los encuentros habituales y los que tarda en olvidar; lo que hizo y lo que olvidó mientras llega el sopor, preludio de un nuevo sueño. Oye una tos y abre, asustado, los ojos. Le hace gracia y le sorprende confundirse en tal tiniebla que escudriña sin éxito aguantando la vista en algún punto del cuarto, pero cayendo de nuevo, pese a su voluntad, sus párpados abriéndose con las primeras luces del día y con un ir y venir de su mujer (¡pero…!, musita él) recogiendo lo necesario porque, dice a gritos dirigiéndose a la salida, ¡no lo aguanto más!, ¡me marcho!, (¡espera…!, se oye decir él, vistiéndose e ir tras ella) ¡no quiero volverte a ver!, cerrando con un portazo. No llega a tiempo de impedirle que se aleje con uno de los coches, pero sí de ver la dirección que toma y sigue en otro coche. Circulan deprisa, llueve. La mujer acelera y su marido intenta rebasarla… otra tos le devuelve del sueño, un murmullo. No puede levantarse, moverse o gritar, solo ver al grupo de personas que se acercan, le rodean, le lloran. Se acerca sonriendo su mujer que le susurra al oído ¡pronto te incineran, cariño!
