Llegó a las once, once y unos minutos, de la mañana y, no es posible saberlo con certeza, buscó, eligió, o quedaba libre, una mesita con dos sillas justo al lado de una enorme cristalera desde donde podían verse la calle principal, ancha, concurrida, comercial, y otra no menos importante, restauradora, si puede decirse y entenderse así al lugar donde, cansados, con sed y hambre, paran, si hubiera lugar, piden un refrigerio y celebran, comen y ceden, al terminar, el sitio a otros, siguiendo camino hasta aquella calle principal, ancha, concurrida, comercial donde consumir, con medida, dineros y energías. Se llegó y sentó, como fue dicho, a media mañana, sumido en sus pensamientos, en sus cosas, como gustaba decir, que eso sí es posible saberlo pues alguien le oyó decirlo, y pidió un café, que le trajeron con prontitud, con un bollo y un vasito con agua. Se extrañó, solo quería un café, pero no dijo nada y buscó, sin más, en su bolso, un libro, un bolígrafo negro y su teléfono móvil que colocó hacia el centro de la mesa acercada su taza de café que ya removía el azúcar vertido instantes antes. Sorbió, quema; sopla y sorbe, aún quema; hierve y deja la taza, toma su libro y su móvil; ojea como para establecerse, igual que un recién llegado que conoce el lugar pero que lleva tiempo ausente, prólogo, índice, subrayados, notas, abriendo luego por donde el marcapáginas, y lee. Durante el transcurso un inapreciable rumor, murmullo, ruido se llega a enredar, atravesar, mezclar, con las palabras, frases, silencios de aquello que lee y se le va complicando, dispersando, el texto, su atención, obligándose a releer párrafos, páginas enteras. Detiene un momento toda actividad y mira a su izquierda, observa allá abajo, sin calcular los metros, desde su altura, desde donde les observa, sus idas y venidas, sus dudas, sus esperas, sus encuentros; observa a los que beben, los que comen, a todos, bajo un cielo que amenaza, recién encapotado, con mucho calor o con un respiro. Silencio, desde su altura, un solo un rumor que no le anima de inmediato a la lectura. Recuerda su café, estará frío, y el bollo, que corta con limpieza, sorbe de la taza y limpia sus labios; otro corte limpio, otro poco de café, calculando, ahora sí, cuántos pedazos para cuántos otros sorbos que termina y retira lo más lejos de sí tomando el vaso de agua y ese rumor que vuelve, al coger su libro, ese rumor que siente lejos pero que está detrás de él y no sintió al llegar, ese rumor se va aclarando, entendiendo, cuando, al girarse, conoce su origen, alguien de espaldas a él que habla con otro alguien ausente; alguien, la dueña de ese rumor, de esa voz, le habla y le cuenta a ese alguien, a él, que se adueña de esos fragmentos que, le dirá, sin remordimientos, cuando se vuelve y contempla un sitio vacío, cuando recuerde solo su voz, cuando la vuelva a ver y la reconozca, le dirá que aquello que le robó dará para un bonito cuento.

¡Muy bueno!
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