Sentí una mano en mi hombro ¡perdone!, dijo, asustado, un joven, por mi inesperado sobresalto ¿es usted de aquí?, continuó, mientras miraba, yo, en la supuesta dirección en la que vi, reflejada en la pantalla de mi ordenador, una pequeña librería. Al verlo atónito me avergoncé, negué y pedí disculpas aludiendo a una excesiva concentración o ensimismamiento, cosas del trabajo, dije, y personales, como puede imaginar. El hombre sonrió, despidió y alejó, por una de las calles de mi izquierda, deseándome un buen día. Volví a mirar detrás de mí buscando aquél reflejo, nada. Regreso a mi trabajo sentado a una de las mesas, fuera del bar, atendido por Emilia, la dueña, y a mis dudas, mezclando, todo, con la razón que me llevó a aceptar el encargo de escribir sobre pequeñas librerías de pueblo. De hito en hito vuelvo la vista a la pantalla dudando si continuar. Entro en pánico, me levanto y busco a Emilia, conversamos, le pido otro café. Regreso a la mesa y veo la misma imagen y… ¿la de aquel joven? ¡Es imposible! Me giro en seguida, allí no hay nada, pero, en la pantalla ¿Cómo es posible? ¿Es el reflejo de un reflejo? Me levanto, camino, corro en aquella dirección, le veo franqueando una puerta que alcanzo, y cruzo, sofocado, cerrando tras de mí. Esperaba ver libros allí, y al joven, pero me encuentro solo, en una estancia vacía. ¿Hay alguien?, grito, y tarda en salir una anciana. Le pregunto, pero tal vez la edad, o que no quiere, sencillamente, volver a recordar. Me pide, por favor, que salga. Camino lleno de dudas, temores y de un dolor que no me pertenece, vuelvo a mirar atrás, el joven me saluda desde el interior de una pequeña librería.

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