Desorientado, busca un pitillo que no encuentra. Ya no fumo, recuerda, y camina lento y torpe hasta la ventana. Se da un respiro, aunque le cansa estar de pie. Se apoya en el cristal. Mira sin ver. Su respiración se ralentiza, calma, como el latido de su corazón que, se acerca y aleja y vuelve a acercarse, movimiento pendular u oleadas, siente en su oído derecho, por donde sangra porque un golpe, pensamientos que se disipan, que son otra cosa o ya no son nada mientras la desorientación perdura y de pie, ya demasiadas horas, la frente en el cristal, mirando qué, no sé, no sabe si el vacío y la calma cuando se aleja el corazón, silencia sus latidos y respira intensamente como si hubiera aguantado el aire en sus pulmones demasiado tiempo. Despierta de su trance y busca un pitillo. Se ríe, se burla de sí. Ya no fumas, se impreca, serio, vuelve a reírse y torpe y lento camina evitando objetos, muebles, cuerpos, un poco a oscuras y otro en penumbras, sin caer, sin golpearse. Da con un interruptor. Libera un cono enorme, truncado, de luz que le deslumbra y entorna sus ojos y coge un vaso que llena, bebe y mira el reloj, no acierta con la hora, vuelve a mirar y se sorprende. Se ha detenido el tiempo, se dice, agotado. Busca una silla, enderezar su espalda, cerrar los ojos y esperar. No cree que tarden mucho. Un café le vendría bien, ahora, y no se mueve aún porque ha llegado algo de alivio. Un café, sí, y aguarda un momento. Mantiene su respiración pausada y los latidos llegan despacio y un poco más intensos cada vez y, de igual modo, se retiran hasta casi el silencio. Y llega la primera imagen, o recuerdo. Se deja llevar. Contempla cada escena y escucha, si hay una voz. No abre aún los ojos, no quiere, ni teme abrirlos, solo espera, así, con los párpados cerrados, tanto hay que ver. Ya no recuerda su reloj, pero le siente, ha conseguido entrar el tic tac en su cabeza y esa cadencia rige el transcurso de sus pensamientos hasta que, sin advertirlo, llega el sueño y alguien entra en su casa y no lo oye, aunque le llaman, avanzan y susurra para otro u otros, pequeño grupo anónimo que toman la vivienda porque una voz quebrada, a medianoche, llena de angustia y agotada necesitaba ayuda y llegan. Es demasiado tarde. Un cuerpo de mujer, sentada, en el salón. No encuentran signos de violencia, tal vez el corazón. Dicen que el hombre sigue aún ahí. Avanzan cautos por toda la casa hasta llegar a la cocina. Allí le ven, inmóvil, apartado de la luz. Le llaman. Nada. Se acercan despacio, precavidos, por si un arma. Nada. Uno del grupo alza su brazo y con su mano busca el contacto con el hombre. Convulsiona, cae sin vida. No sentirá otra vez el corazón, en oleadas, en su oído derecho ensangrentado.

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