No era normal, en aquella época del año, que lloviera gente del cielo tras el trueno de una voz que entendí como un aviso, una advertencia, un grito de socorro. Me giro mirando hacia lo alto y desde un quinto, sexto piso, sorprendido, como yo, asustado, vi un instante un cuerpo que, tras reaccionar, desaparece de mi vista. Nervioso y tan rápido como puedo miro a mi alrededor y, no sé muy bien por qué, corro hacia el portal del edificio pidiendo que llamaran a la policía. La caída no fue accidental, ni se trataba de un suicidio, supongo. Abro la puerta de la calle y me dirijo hacia los ascensores, uno de ellos fuera de servicio y el otro, vacío. No me encuentro en forma, no voy armado, pero a pesar de ello me decido a subir después de haber dejado abierta la puerta del ascensor que funcionaba evitando, creí, una posible fuga. Cerca ya del descansillo del sexto piso quiero coger aliento. Unos segundos, solo. Todo está oscuro, en silencio, quieto. Algo más entero avanzo hasta la puerta abierta, la abro, cruzo el umbral y doy dos pasos hacia mi derecha y me agacho parapetándome tras una estrecha pared desde donde puedo ver sin riesgo al frente y hacia mi izquierda, continuando el plano de mi protección, un largo pasillo. No oigo nada, no se mueve nada y no sé, entonces, qué hago en semejante lío. Conocía la distribución de aquellos pisos. Sabía de una cocina al otro lado de donde me encuentro, de un salón enorme hacia la izquierda y de un pasillo por el que se accedía a los baños, habitaciones y al pequeño balcón desde donde cayó el cuerpo aquel que casi me aplasta y del que, supongo, se estaban ocupando. Ya habría llegado la policía acordonando la zona y evitando que los curiosos interfirieran en aquel asunto. Me extraña no estar paralizado, ni oír nada, sirenas, gritos, nada, solo mi respiración y el bombeo en mis sienes de mi corazón, empiezo a asustarme. Camino por el pasillo, despacio, atento, dos pasos, tres y veo, desde la entrada de la habitación, una sombra reflejada en el cabecero de una cama de matrimonio. Me vuelvo a agachar. Temo ser descubierto y retrocedo. En aquella habitación hay un enorme espejo en la pared de la izquierda donde, pienso, puedo ser visto por quien está en ese momento ahí. No sé qué hacer. Espero un momento y busco un ángulo propicio. La luz del exterior me impide ver con nitidez de quién se trata y sabiéndome en desventaja aguardo el momento adecuado para abordarle, reducirle. Unos segundos pesados, lentos, angustiosos, después oigo gritar, cae un jarrón al suelo y, al asomarme, veo que abre la puerta del balcón. Me levanto y corro hacia él para reducirle, para impedirle y al forcejear caigo, gritando, al vacío. Recuerdo verme en medio de la calle mirando hacia el balcón.

Imagen tomada de Pinterest
Felicidades…bueno!!!!!
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