La trampilla

El señor López, solo en casa, se detiene a contemplar, mientras planea qué hacer hoy, las pequeñas flores y plantas a las que su mujer, aficionada jardinera, dedica el tiempo libre del que dispone, riega, trasplanta o coloca en este, o aquel, lugar de la casa según la mayor o menor necesidad de luz solar invadiendo, si fuera necesario, el menguado reino de su marido. Después de observadas piensa que es apropiado el momento para alcanzar su pequeño cuaderno negro, leer las últimas entradas y, quién sabe, retomar, comenzando por su diario, la escritura. Le apetecía, necesitaba, a veces, fijar sus pensamientos a los que acudía siempre que se encontrara solo o divertirse con alguna historia o cuando la nostalgia, porque la lluvia, porque su pasado, porque una voz, un rostro, ese momento, le pedía un poco más de intimidad y eran entonces unas frases breves, aunque intensas, que jamás pudo llamarlas versos y todo esto lo ocultaba. Este era su secreto, uno de ellos, claro. Y, a veces, cuando acababa peor que al comenzar a escribir, salía a la calle, por despejarse, por aliviarse, a caminar. Es sabido que suele perder la noción del tiempo cuando pasea y pasó, de la luz a la oscuridad, sin transición, o darse cuenta. No estaba lejos de su casa, ni cansado, ni con ánimos de regresar aún y siguió con su camino hasta encontrar, al doblar una esquina, un nutrido grupo de gente, ocupando toda la calle, conversando, bebiendo, bailando ¿bailando? Y se acercó sin perder detalle, por curiosidad. Cerca de la puerta del local, alguien, ¡bueno, bueno, bueno!, ¡pero si es nuestro señor López!, dijo, ofreciéndole, para estrechar, su mano y una copita. El señor López creyó ser confundido y quiso dar media vuelta, pero le impidieron, rodeado de desconocidos, entre saludos, sonrisas y preguntas, tantas y todos casi a un tiempo. Le ofrecieron otra copa, seguía tan tenso, dirigiéndose a la entrada del local. Si afuera ocupaba, la gente, toda la calle, dentro del local apenas si podía uno moverse con libertad y, menos aún, bailar si lo que en ese momento sonaba, siempre en directo, era una invitación o una necesidad. El señor López se preguntaba, queriendo reconocer con la vista y el oído, dónde se encontraba. No consiguió ver el nombre del local más que parcialmente, algo así como, verde, poco más, donde las actuaciones en directo se sucedían durante la noche, mucho alcohol y él, llevado por aquella marea, aún no sabía muy bien por y para qué. Se detuvieron en la barra, bebían y conversaban cuando todo se apagó, se hizo el silencio e iluminan con un foco al señor López al que piden se aproxime al escenario. Sin necesidad de presentaciones le fueron a pedir que, como solo él sabía, improvisara. El señor López miró al frente, sonrió, cerró sus ojos y bajó su cabeza como para pensar. Se atenuó la luz del foco como propiciando cierta intimidad que se rompió de golpe al comenzar, el señor López, su actuación, y un intenso estruendo llegado de la entrada. Nadie le pudo oír, ni avisar, él continuaba a lo suyo entusiasmado, cegado por la luz, huyendo, salvándose, hasta que apagaron el foco y alguien le advirtió, cogiéndole del brazo, que huyera por unos túneles a los que se accedía a través de una trampilla oculta. No por mucho, pensó el señor López cuando, al escuchar las indicaciones para no perderse en aquel laberinto vio un ejército de policías en pos de él y corrió, corrió como un demonio de frente, dobló a la izquierda, otra vez a la izquierda, todo de frente. Le pisaban los talones, le alcanzaban, ya le faltaba aliento pero seguía, debía alcanzar la salida, y la vio a pocos metros. ¡Corre López, corre! Llegó a la puerta, que abrió con dificultad, franqueó y pilló el brazo de un policía que, notó después, le agarró por su chaqueta. Empujó con fuerza una y otra y otra vez, hasta verse libre, pero el brazo seguía impidiendo el cierre de esa puerta. En su lado todo estaba a oscuras y no sabía si habría algo con lo que trabar la puerta. Oía llegar otros policías. Abrirían la puerta y acabaría preso, se preguntaba por qué, no hizo nada malo. Se encendió una luz. Vio a su mujer que al llegar le pregunta, mirándole impaciente cómo empuja la puerta del trastero, si lo ordenó por fin.

Photo by Ibrahim Boran on Pexels.com

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