Dejó López, sus llaves, encima de una mesa de la cocina y fue por necesidad, al baño. Al acabar, secó sus manos y escudriñó su barba, por si hubiera de ordenarla, cuanto propiciara su presbicia o miopía, ardua tarea que, a pesar del paso de los años, no descuidaba. Conforme con su aspecto sonrió y volvió a por sus llaves. En ese momento del día se encontraba solo en casa y le extrañó sobremanera no encontrarlas donde las dejó, las llaves. No se alarmó, a pesar de todo. Los despistes eran un rasgo peculiar en su familia acentuándose en el sexo masculino. Se encogió de hombros y abrió el frigorífico buscando el fuet que su mujer le hurtaba, y se comía a hurtadillas, con un pedacito de pan y regado, por qué no, con un vinito que bebe siempre a solas, pues su mujer, eso de beber vino, como que no, llamándole al pillarle in fraganti, viejo. En tal gozoso momento recordó sus llaves y miró, distraído, en derredor encontrando todo en orden salvo por ese, pequeño, contratiempo, y volvió a su trocito de pan que acompañó a la rodaja y sorbió, por facilitar su recorrido, de su preciada copa el líquido de un intenso tinte violáceo y aromas de frutos rojos, recostado, y gozoso, en una silla. Acabado su almuerzo (cómo detestaba esta palabra, a pesar de lo agradable del momento) frugal, volvió al baño para una breve y nueva revisión de su aspecto y allí encontró sus llaves. ¡Upa!, se oyó decir ¿cómo es esto?, y recogiéndolas fueron devueltas a la mesa de la cocina. En casa se encontraba solo y le extrañó encontrar rodajas del fuet que su mujer le hurtaba.

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