En letras verdes (III)

Nadie con quien hablar ahora, ni más tarde. Este el precio, se decía, como buscando consolarse, pareciéndole desorbitado, a veces, por una soledad buscada en los comienzos, necesitada tanto tiempo, y ya arraigada, e impuesta al fin, o eso creía, por una creciente intolerancia aprendida con los años que, sin embargo, no oscurecía su mirada, no le amargaba, aunque, pasadas estas, de diferentes naturalezas, crisis, y a modo de tributo, sacrificaba o renunciaba o soltaba dolorosamente, cual lastre, partes de sí mismo y de su vida convencido de volver a comenzar. Pero ahora debía soportar el ruido intenso dentro de su cabeza. Imágenes, miedos, palabras, recuerdos, dudas, pasado, nunca un futuro, promesas, voces, caos, eso era ese pequeño infierno, un caos que le mantenía inmovilizado en su sillón, ya pasará, oía una voz fugaz dentro de sí, esto también pasará y, como en otras ocasiones, le vencía, agotado, el sueño del que despertaba aterrado creyéndose despertar de nuevo en aquel cuarto. Todo esto era ridículo y era parte, razón, de su aislamiento. Pensaba en sus defectos, sus errores. Quizá debí abandonarlo todo y no volver, cuando ella quiso o consintió o pudo, a recoger mis cosas. Se preguntaba si propició el momento, si fue para atormentarme, si ha realmente rehecho su vida. Habían pasado tres días, solo tres. Los restos bien empaquetados del pasado seguían acumulando polvo dentro de un pequeño cuarto de su piso. No tenía prisa, tampoco perdía el apetito y puntual su estómago reclama una satisfacción y se deja oír, sentir, y él se levanta y dirige a la cocina. Hoy carne, porque compró un vino de una uva, la Pinot Noir, hecha por el diablo, como dijo un enólogo, y que desconocía. Quizá sea este el punto de inflexión. Solo faltaba Miles.

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