Terminé mi café y me fui a mis cosas, me refugié quizá o hui, sin un pretexto, pensando en no molestar o, por mejor decir, deseando, queriendo evitar facilitarle a alguien una conversación que, en ese momento, distaba de apetecerme y, así, subía, con extrema lentitud, las escaleras para dejar los objetos, que suelo trasladar de un cuarto a otro de la casa porque a nadie le apetece ver trastos en mitad de una mesa abiertos por alguna página o subrayados o con notas marginales, sobre una de las mesas de que puedo disponer, soy dueño, mando, entre otros objetos en penumbra, o a la luz, que no me interesan en absoluto y forman parte, según la estación del año, de otros espacios de la casa donde vivo, y espero morir, desde hace algunos años. Una vez arriba, todo en desorden y con poca e inconstante luz solar, porque las nubes, ya sabes, y esta humedad y un frío que el calor de aquella planta recién, por mí, abandonada, no aleja, enciendo un ordenador y una pequeña lámpara que mitigue el dolor que el brillo de la pantalla causa a mis ojos en el rincón de mi territorio donde la claridad natural me abandona. Ordeno un poco mi mesa, que es un caos que mantengo, y pierdo mi tiempo y mi vista, insisto en el daño, con mi móvil del que me canso después de no sé bien cuánto tiempo transcurrido y abro mi cuaderno donde quiero hablar, escribir es lo correcto, sobre… ¿qué puedo cenar?, me pregunto mientras recojo, de nuevo, esos objetos que me acompañan y prestando atención al sonido inconstante del viento ¿por qué subí?, quizá si encuentro un poco de silencio lo descubra en una página.

Deja una respuesta