Miro una cristalera, no sé durante cuanto tiempo, y solo veo pasar un taxi amarillo hacia donde me encuentro sentado, de espaldas a la carretera, tomando, en la terraza de un bar, una cerveza. No hay nada más cuando me doy cuenta, cuando ese momento hipnótico se desvanece por la débil luz del sol y empieza el vespertino peregrinaje, final de horario laboral al mismo tiempo que me levanto, pago y me decido caminar ahora que me cuesta tanto ver hasta que cae la noche y esa otra luz, la artificial, lo inunda todo. A veces busco un lugar más elevado, me siento, y dejo que mi vista vague entre la luz, la sombra, los objetos, mientras soporte el frío, el tiempo y el vacío. Aún no tengo hambre, pero quiero buscar un sitio acogedor donde cenar y no conozca a nadie. Ya anocheció. Vuelvo a caminar por calles poco transitadas hasta que algo de hambre me lleva a decidir franquear la enorme puerta acristalada de un local donde una vez casi en el centro del lugar me paro, miro para reconocer el sitio y veo a mi derecha que hay bancos y tableros a modo de mesa donde poder acomodarte frente a unas enormes ventanas donde algunas personas sentadas allí conversan, comen, leen o simplemente observan a través de los cristales. Después me tomaré un café y te preguntaré por carta postal por qué tampoco hoy decides visitarme.