Aún no era mediodía cuando me decidí por un descanso, no sé si merecido, siempre me digo que no trabajo lo suficiente quizá por excesiva exigencia, aunque sí por una mínima necesidad de imaginarme definitivamente instalado ya, en mi nueva casa, con una taza de café calentando mis manos a comienzos ya de diciembre y mirando a través de la ventana de la cocina que da a mi pequeño jardín y a la calle principal de un tranquilo barrio residencial situado muy cerca de la ciudad. Como digo, me imaginaba y no oí, la primera vez, el sonido del timbre de la puerta. No esperaba a nadie por eso no prestaba atención y quizá me relajé en exceso hasta que el timbre ya me molestó y quise poner cara y fin a esa intrusión antes de sentarme a comer. Llegué a la puerta y sin ver a través de la minúscula mirilla abrí y se me presentó un hombre con una cámara colgada de su cuello con una llamativa y gruesa correa roja y sus manos en los bolsillos ¡sus manos!, y pensé en voz alta ¿puedo ver como sujeta la cámara con sus ganchos cromados?