Empieza a anochecer. No hablamos, escuchamos, más bien, el crepitar del fuego de la chimenea mirándolo a través del fino cristal de nuestras copas buscando, posiblemente, esa continuación que nos resuelva, nos haga comprender o nos termine de una vez y nos disuelva, separe para siempre y solo por creer que todo se ha perdido, que ya no queda nada, que si hubo alguna vez algún sentido fue más la pretensión, la tuya, de parcelar nuestras vidas, de, como me decías, vivir, y yo ya estaba muerto, insistía. Quería acabar con todo de una vez, ya lo sabías, lo sabías, pero no lo comprendías y te afanabas en buscarle una razón, algo, cualquier cosa a que aferrarte para sacarme del aquel pozo al que me entregaba. Y yo sabía, sentía que lo sabía cómo volver, cómo surgir de nuevo, cómo empezar y en ese punto no te incluía, debía reducirlo todo a cenizas, destruirlo todo, acabar y dar el nuevo primer paso, pero ¿cómo explicártelo?, ¿cómo salir de aquí, de ti, de todo sin tanto desgarro? Las brasas ya no eran suficientes para apartar la oscuridad y me arrastraba penosamente por el suelo alfombrado hasta casi tocar la chimenea y me quedaba así, apoyado mi rostro sobre mis codos, echado sobre mi vientre, contemplando, sintiendo en mi piel, imaginando antes de ver surgir lenguas de fuego con más leña que, después de dejar mi copa sobre la mesita de cristal, puse por alejar un poco al frío aunque quizá fuera porque siguiera sintiéndome solo, vacío.