Todo salió como esperaban. La operación fue larga, complicada y acabó con todos aliviados, agotados, satisfechos. A punto estuvo de ser una tragedia, dijeron, un tanto más y, se miran, emocionados, agrupándose alrededor, haciendo piña, calor y apoyo al único afectado o sea, a él, a mí, por fin a salvo, agotado, dolorido y ya menos preocupado, Tomás, operado de muy urgente necesidad, pendiente como se hallaba él, Tomás, su vida, de uno, quizá el último, de los tres hilos que ya debía de estar a punto de cortar Átropos, la tercera de aquellas, maravillosas, divinas parcas, aunque el destino tal vez, o algún descuido, decidiera otra cosa y extraviara, por tiempo suficiente, sus tijeras.
Tomás ya no recordaría, al día siguiente de llegar a planta y compartir su habitación con otro enfermo, qué sucedió con alguien cano, enjuto y hablador, con mucha más edad y más misterio, en apariencia. Un tipo curioso que nadie llegó a ver, le dijeron, al llegar Tomás, aún grogui por los penúltimos efectos anestésicos. Recuerda, le dicen aquí no hubo nadie más que tú y nosotros, y él, con mucha pereza se esfuerza, insiste, pero le acaban ignorando y vagamente reconstruye aquel primer momento, al lado de su cama. Algo recuerda y silencia. Calla que sintió a un anciano hablarle nada más ser instalado, Tomás, en su habitación. ¿Le habló?, ¿de qué?, no recordaba nada de aquello que más que hablar fuera cualquier otra cosa entreverada con todo cuanto allí dejan caer en la conversación los enfermeros, un par de médicos y abundantes familiares de Tomás que le observaban con cierta cómica perplejidad, preguntándose ¿qué le sucede?, mientras otros comentan, valoran, quienes le frecuentaban esa, su expresión tan de otros momentos memorables más dados a las fiestas y que por eso, por esa confusión, y esa razón también, por ese recuerdo, esa primera imagen a su lado al llegar a su habitación del, quizá, enfermo imaginario, de hito en hito le miraba en sus descuidos; o de soslayo, siempre que le viera en flagrante acto; siempre a la derecha de su cama; y siempre, algo más allá, al fondo de la habitación, que la intensa luz del sol lo permitiera, pues eran los días, era el momento, ahora, en los que el sol, allá por el oeste entraba feroz, directo y deslumbrante en nuestra habitación, algo irritado, antes de concluir el día.
Cuando por fin pudo Tomás tomar tierra y dar algún largo paseo a tanto por minuto, u hora, acabando por sentarse al finalizar el trayecto en el borde de la cama que le fue asignado, extenuado, confuso y más acompañado que un ministro, le echó poco a poco valor, fuerzas y ¡fueras!, a familiares y acompañantes caminando, confianzudo y solo, por esos pasillos de hospital donde paraba allí donde quería, y podía, a conversar, si hubiera alguien presto a ello o, también, frente a alguna de esas inmensas cristaleras que podría encontrar en su camino y ofrecen, aunque muy breves y limitados, esbozos para una bonita historia, circunstancia dichosa para Tomás pues fue así como logró verle, muy sorprendido, o eso se creyó ver después, a su muy cano, enjuto y hablador compañero enfermo de habitación en otra que se hallaba en ruinas, pues fue fugaz, un solo instante, ya que también por ahí entraba de nuevo, esa tarde sin nubes, la muy feroz, intensa y última cegadora luz vespertina. Ya solo quedó, a uno y otro lado del cristal, la creciente oscuridad, la sombra negra de un muy negro e imponente, inútil y casi derruido edificio anexo al hospital y una tremenda duda.
Casi no pudo pegar ojo en toda la noche, pero no fue por aquella visión que creyó fruto de su muy sugestiva imaginación sino por tanto trotar como alma en pena entre las idas y venidas de enfermos y enfermeros, aunque entre mueca y guiño y queja alguna pregunta como ¿por qué un viejo edificio semiderruido se comunica con este hospital?, ¿por qué sigue en pie?, ¿por qué no fue derribado, o se derriba?, ¿hay peligro de derrumbe?, ¿corremos peligro?, también le quita un poco de paz y sueño.
Alguien que por allí pasaba se creyó blanco de tanta saeta y portavoz de chismes y secretos dijo que oyó a otro decir que un viejo médico escuchó de un técnico hablar con alguien que no mora ya entre nosotros que toda la estructura de este joven edificio depende del antiguo, pues más que un edificio nuevo fue una remodelación de la parte antigua y ampliación de zonas, salas, consultas, en fin, que si derriban lo viejo se lleva por delante buena parte de lo nuevo con los consiguientes disgustos para estetas, promotores, inversionistas, por el derribo y coste, si no hallaran solución, del hospital. A todo esto, que terminó por aburrirle, Tomás se preguntaba por las causas de tanta ruina, ¿cómo se ha llegado a esto?, ¿cómo es posible que se encuentre en tal estado?, ¿qué y cuándo sucedió?, ¿por qué?, y aquel que habló que otro dijo, etc., etc., etc., y hablara en la creencia, y seguridad, de zanjar cualquier posible duda añadió un tanto tenso que todo fue por accidente, algo estalló en aquella zona años después de lo nuevo construido, inaugurado y lleno a rabiar de enfermos, familiares, virus y pocas alegrías poniendo fin, el interpelado, nervioso ya, con un adiós, descanse, pronto pasarán a verle, ya llega mi relevo.
Con tanto preocuparse y preguntarse por aquella ignorada y fortuita circunstancia se olvidó de su vecino que entraba en ese instante en la habitación seguido de un pequeño séquito compuesto de tres personas y otra más que andaba un poco más cercana a él, que aparentaba recoger algún secreto a juzgar por el cuidado con que su vecino susurrara o callara según donde ubicara Tomás la vista. Tanto misterio, o no, le ofuscaba, más aún después de aquella inquietante posibilidad de verle remolonear a aquel anciano por cuartos en tan lamentable y ruinoso estado. Estuvo tentado de preguntarle en cuanto la soledad fuera la tercera en compañía, pero esperó cual zorro por ver algún indicio más que alumbrase su curiosidad por tan inquietas excursiones.
Pasaban los minutos y las horas como pesados días y semanas. Ninguna actividad, nadie viene a verme, me amustio, y a mi vecino que no le dejan solo ni un momento aquellos calaveras, rondándole mañana, tarde y alguna que otra noche. Casi se desesperaba. Hubo, sin embargo, un par de momentos en los que unos cuadernos que se olvidan, unas anotaciones, unos dibujos y el riesgo de pillarle con las manos en la masa le excitaron e imantaron férreamente su atención, casi obsesivamente, por aquellas incipientes ruinas ¿por qué iría mi vecino allí?, ¿qué busca y dónde? Quiso indagar y tropezarse con aquel indiscreto, preguntarle, y buscó, preguntó y esperó que apareciera por algún lugar, o fuera por su habitación. No obtuvo resultados y desistió, abatido, de toda pretensión por desvelar aquel absurdo misterio, como ya empezaba a resultarle, a consecuencia de su larga convalecencia. Se aburría, eso era todo, y fue su pronta y fácil sugestión, lo que le hacía creer que allí, como pudiera suceder en cualquier otra parte, por lo emocionante que resultaba, viviría una pequeña aventura.
Inesperadamente reanudaron las visitas algunos familiares que debieron acusar la ausencia de Tomás y sin hacer al caso cumplieron como se espera de los allegados casi con regularidad al día siguiente, y al otro, y al otro, un tanto durante la mañana y un poco menos por la tarde porque no pierda la razón o se nos pierda por pasillos, pensaron. Un día le dieron, por no sé qué motivos, la excusa para no venir durante una semana, después, quisieron añadir, verían si podían llevarle a casa por fin y de una vez. Eso casi animó a Tomás y puso en marcha un temporizador imaginario de cuenta atrás, ¡me marcho por fin! Pasaron seis, diez, veinticuatro, treinta y dos horas, y un poco después, un tanto a duermevela, no obstante, era el momento de la siesta, vio removerse en su cama a su vecino, murmurar de modo que no entendiera nada y acercarse a la ventana para poner su atención, Tomás se espabilaba, en esa dirección, la misma, en la que pudo verle trajinar, por una habitación, entre objetos que no distinguía. ¡Otra vez no!, se decía, ¡olvídalo, no es asunto tuyo!, ¡se acabó!, ¡fin!, e interrumpió tanto embeleso por aquello que creyó que viviría hace tan solo tres o cuatro días y no le siguió voluntariamente mientras recogía algo de un cajón, mientras miraba de nuevo aquella habitación, mientras miraba su reloj, mientras creía pensar, mientras miraba hacia el pasillo, mientras, mientras, mientras, hasta que volvió a mirar por la ventana, alzó una mano como para saludar y la bajó veloz mirando hacia atrás, sonrió sibilinamente y salió despacio de la habitación. Ya no sabía Tomás qué pensar. Se acercó de prisa a la ventana y miró a su través en dirección a aquel lugar donde creyó verle; miró abajo, a la calle; miró hacia todas partes y no vio nada extraño, a nadie, ninguna cosa que no fuera lo habitual. Los nervios le empezaban a quemar las yemas de los dedos ¿qué hacer?, se preguntaba ¿qué hago, joder?, ¿qué hago?, y volvía a la cama, y se removía, y ahora a un lado, y ahora al otro, vuelta a ponerse de pie, acercarse a la ventana y el sol que se ocultaba poco a poco. Las nubes atenuarían el fulgor último del día.
Los nervios le agotaban. Ya anocheció y esperó un instante a ver la luz de aquella luna que se prometía enorme y blanca y perfectamente redonda. Sonrió, esa era una de las pocas y pequeñas cosas que tanto disfrutaba, pero las nubes, bueno, puedo esperar, se decía, mira, ya sale, ya puede verse y rápidamente, en formación, otra pequeña, intrépida nube fastidiando un gran momento y así, nube que va y nube que viene, contemplaba intermitentes, radiantes, hermosos golpes de luz, tan indoloros, como inquietantes resultaban otros destellos que dejaban verse un poco más abajo, casi a mi altura, quizá a unos veinticinco metros todos en línea recta con una desviación con respecto a mi posición, hacia la izquierda, de unos posibles quince grados y osó mirar y se perdió irremediablemente porque no pudo más y decidió acercarse allí. Afortunadamente su cuarto estaba a oscuras, nadie encendió la luz desde que su vecino se ausentase y el sol dijera en un destello, adiós, mañana dios dirá. Con todo tuvo cuidado cuando salió, tranquilo, sin prisa alguna, como si fuera a preparar, para su cena, los hornos interiores. Y caminó, al principio muy decidido; algo más tarde como desconcertado, perdido ¿por dónde se podrá acceder al viejo hospital?, y caminaba, andaba y desandaba pasillos, cruzaba puertas, entraba en cuartos que ignoraba que pudieran darse en semejante instalación y así hasta que como por un descuido se fue a sentar en un cajón que cedió hacia uno de sus lados y cayó. Tomás dio con su cansada humanidad en un suelo que no era el mismo suelo que pisaba todo el tiempo, las piezas que descubrió de cerca, con atención, eran más viejas y gastadas, algo parecidas, total, para unos suelos, pues eso, y muy baratas, seguro. Se levantó, ubicó y descubrió, disimulado, un estrecho pasillo que, pensó, podría llevarle al viejo hospital. Bien, se dijo, ¡en marcha! Y al cabo de un ir y venir, un ahora sí, un ahora no con la precaria luz de aquella luna, llegó hasta el cuarto piso. Caminó en silencio al ver una amarilla y danzarina y breve luz al fondo de un pasillo. Oyó un rumor. Se fue la luz, Tomás que se detiene, espera, mira hacia atrás, no sabe si seguir y vuelve la danzarina luz. De nuevo rumores, algo que arrastran, murmullos que no entiendo. Tomás da un paso. Tras él el ruido de un objeto que debió mover sin darse cuenta. Se para, oculta, toma aire, observa, escucha y oye hablar a su vecino de habitación, ¿es él?, Tomás duda, ¿está solo?, no, porque manda a alguien a ver el porqué de tanto ruido si no hay nadie en el edificio. Tomás escucha unos pasos que se acercan hasta donde se oculta, pasos pesados, arrastrados. Tomás se asusta, Tomás teme por su vida y aún no sabe por qué, quizá si sale y le reconocen igual hasta puede ayudarle, sí, es una opción, una persona mayor que busca algo, ofrecerle mi ayuda, eso es, saldré despacio, saldré cuando ese otro se encuentre lejos, me acercaré, no hay nada que temer. Y fue así, caminó hacia la luz, lentamente, diciendo en voz baja ¿hola?, ¿hay alguien?, silencio ¿hola?, nada, ninguna respuesta. Ya se acerca, casi llega y necesita un impulso, el último aliento, entrar con decisión en esa habitación… volvió la oscuridad. Pasaron dos, cuatro, diez segundos, aguanta la respiración y, quieto como caco cogido a punto de robar, aguarda. Al ver que no pasaba nada, y todo a oscuras, soltaba poco a poco el aire. No estaba para bromas y esto parecía serlo, una mala broma, pero así se lo tomó como pudo. Vino la luz de nuevo y aquello no fue un fósforo o linterna, ¿qué ocurre aquí?, no puede ser que llegue la corriente, ¿cortes intermitentes de luz?, y se sobresaltó y cayó de golpe, hacia atrás, y sin hacerse daño, algo mullido le salvó de más lesiones. Reía, no puede ser, es de locos. Bueno, ¡ya está bien!, me vuelvo a mi habitación y esperaré a mañana, ¡me marcho ya, joder! Apoyó sus manos en aquello que amortiguó su caída y sintió repulsión. Se fue la luz cuando quiso ver sus manos pringosas, oscurecidas con no sabía qué y se asustó, se puso en pie, trastabilló y volvió a caer, con peor fortuna, dentro de algo ¿qué es esto?, ¡mis brazos!, ¡algo me impide! y gritó, gritó muy fuerte, pero allí no había nadie. Movía sus piernas con terror y rabia, con violencia, y luego, algo más sosegado pensó, quizá encuentre un modo, y volvió a moverse, a mover sus piernas a agitarse y sentía que no, que se encajaba un poco más, que no podría salir, y le faltaba el aire, ¡calma!, se decía, ¡cálmate ya! Se sentía agotado. Volvió la luz en ese instante ¡ahora, tal vez!, ¿hola?, gritó, ¿hay alguien ahí?, nada, solo silencio, solo queda esperar, se decía, mañana me echarán en falta, alguien me buscará, preguntarán por mí, verán la luz, sabrán dónde encontrarme, vendrá el anciano, él volverá, dará conmigo, lloraba y aún pudo ver la luz, la sombra, no le quedaban fuerzas, y pasos, oyó arrastrar de pasos que retroceden, algún pesado objeto que alguien retira, vuelve la oscuridad y oye al cerrar, la puerta de la habitación.
Aurelio Cañizares Domínguez