Te vi en un parque, por la mañana. Solías sentarte a leer bajo la sombra de un árbol, en un banco, que elegías siempre según tu estado de ánimo, o tu lectura, como supe, mucho después de conocerte en una exposición de fotografía a la que me invitó una amiga, que, dijiste, fue tu pareja en la facultad. Nos saludamos. ¿Un café?, ya casi he terminado esta novela y me apetece conversar.
Te espero mientras guardas el libro. Caminamos hasta dejar atrás el parque y llegar a un viejo café al que solías ir por esa terquedad del dueño, o resistencia, de no permitirle al tiempo que lo transforme en otro frívolo lugar. Sonaba Gone With The Wind en ese instante. Pedimos dos solos, nos sentamos. Muy oportuno verte, me decías, quiero mostrarte algo, mientras ibas sacando, de tu bandolera, esa novela que leías; unos papeles sueltos con dibujos, apuntes, quizá, de algún pretérito proyecto; cuadernos con las tapas negras; recortes de prensa. Te miraba paciente. Escuchando la guitarra de Montgomery, sorbiendo mi café caliente, me preguntaba. Con todo sobre la mesa, ordenado de alguna manera tuya, personal, me ibas hablando de un modo muy relajado, tranquilo, sobre tus cosas, planes, proyectos, un viaje que pronto, quizá, debas hacer. Cuando alguien pasaba cerca de nuestra mesa cambiaba tu actitud, callabas o removías tu café con fingida distracción que no aprecié hasta que sentí cómo tu mirada, distraída al principio, se concentraba según me ibas mostrando que llegabas, o pedías, como confusamente entendí, a través de un camino o mensaje señalado en toda aquella, para mí, confusa relación de tus papeles y cuadernos expuestos a mis ojos, quizá mi ayuda, a algún lugar mientras me señalabas fechas, entradas en tus cuadernos, notas sueltas, recortes de noticias.
Sonó un teléfono. Es tu móvil, dije, contesta, mientras voy al baño, pero me sujetaste del brazo, me mirabas profundamente a los ojos y oí de tus labios voy a matarte. Apenas era mediodía.
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