La lluvia me despierta. Miro el reloj. Cierro los ojos un momento más, sólo un momento. Vuelvo a mirar la hora. Me siento al borde de la cama y miro a través de la ventana. Suspiro y me levanto, cojo mis ropas, me visto, camino en dirección a la cocina.
Abres tus ojos, me llamas, me preguntas. Es tarde, digo. Vuelvo a escuchar tu voz, pero no entiendo una palabra, y algo más alto, más impaciente, repito, ¡es tarde!.
Oigo lo que parece un rumor de sábanas mientras preparo el desayuno. Cojo una fruta, un plato con una tostada y una taza de café solo. Miro hacia la puerta, aún no apareces. Debes marcharte ya, pienso. No me levanto de la mesa hasta acabar el desayuno. ¡Es hora de salir!, digo alto y claro, y espero su respuesta. Bueno, hoy toca discusión, seguro, tendremos un problema. Todo esto es muy molesto, pienso.
Es hora de salir y abro la puerta, camino muy tranquilo por un corredor que lleva a un patio donde alguien, muy amablemente, me coge por el brazo y me acompaña a un banco bajo un fresno y me ofrece un vaso de agua y una píldora.
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