Abrí un cuaderno, uno de tapas negras, hojas en blanco, sin cuadrículas, sin líneas, sin marcas. Busco un bolígrafo y dibujo, escribo. Llamo al camarero que se acerca al cabo de un tiempo que, tal vez, él considera excesivo para la espera de un café. Y no me importa porque ignora, por supuesto, no sabe, que hoy no hay prisa, que mantengo una conversación con mi cuaderno y dejo hacer al mundo. Es mi privilegio, y es un café y un bollo, sin más.
Doy por finalizada mi conversación con mi cuaderno y me concentro en otro diálogo, uno sensual, calórico, que mantendré cuando, después de preguntarme, el camarero, le pida, por favor, y él se retire y vuelva aliviado y sonriendo. Al parecer, no encuentra hostilidad en mí.
Algunas cosas requieren de toda mi atención y este café, el azucarillo, remover son un mantra para mí, una manera de aquietar tanto perturbador e insoportable, a veces, ruido en mi cabeza, y así hasta que como, bebo y me relajo y tú sales a escena, ¿por qué ahora?, y me paralizo un instante, te observo como puedo entre todo este rumor, y gente, que me ahoga. Pierdo el control, me cuesta recobrarlo, te miro, quiero leer tus labios, quiero saber, quiero entender por qué aquí, tú, hoy, en este instante, y el aliento se me escapa, escapar, huir, una salida, miro a un lado, a otro, te miro y ya te vas, ¿me alivia?, me miras, no, me miras y esa es la señal, me reconoces, quieres alcanzarme y ya me fui, salí hace un instante y afuera espero el cuerpo.
Deja una respuesta